“¿Dónde vamos hoy? ¿Prefieres el Parque del Retiro o mejor alPaseo del Prado?”
La pregunta era esperada. Todas las tardes entre semana se repetía el mismo ritual. Una mujer, de la que sólo recuerdo su cariño, insistía machaconamente. Los fines de semana en cambio eran diferentes, estaba con mis padres y nos marchábamos de excursión a la Casa de Campo, pero eso es otra historia.
“¿No prefieres El Prado?”
Para ella era más cómodo, nos pillaba cerca y no tenía que soportar mi impaciencia juvenil:
“¿Cuánto queda para llegar?”
Hoy no acierto a entenderlo. Cuando miro desde Cibeles la Puerta de Alcalá -se encuentra junto a una de las entradas al Retiro- y calculo la distancia que las separa me sorprende cómo ha variado mi concepto de medida. Ya sé, con unas piernas de apenas 30 ó 40 centímetros no es la misma distancia que ahora que soy mayor.
. אני quería ir siempre al Retiro.
Me gustaba más porque había barquillos ו -, si encontrábamos a uno de los dos barquilleros que deambulaban por los senderos, me compraban siempre uno. Eran mis chuches.
Uno llevaba su mercancía en una de esas grandes cestas de mimbre que se cuelgan. Andaba cojeando y muy despacio.
El otro, llevaba una caja de cartón y una ruleta de feria roja y amarilla, de las que se ponen enpié como un pequeño buzón.
La mujer que me sacaba a pasear, insistía siempre en ir a buscar al hombre de la ruleta. Y yo que no. El barquillero de la ruleta no me gustaba. Al comprar el barquillo tenía que hacer girar la ruleta para ver si doblaba la apuesta, me quedaba tal cuál o, lo peor, perdía mi barquillo. No soy de los que arriesgan y la posibilidad de poder perder el barquillo en la ruleta me aterrorizaba.
Con el tiempo he sabido que nunca nadie había perdido, sólo se podía ganar; pero la mente infantil es así.
En cambio, cuando divisaba a lo lejos al barquillero cojo salía corriendo como alma que huye del diablo para no dejarlo escapar. Sabía que me comprarían el barquillo y no tendría que pasar el ritual de la ruleta maldita.
Las tardes que salíamos más tarde no íbamos al Retiro, nos quedábamos de camino en el Prado donde sabía que mi único placer oral era aquella fuente fresca en la que jugaba con las avispas que caían al agua, sacándolas con cuidado de aplastarlas entre mis torpes dedos.
Aquella tarde no hubo pregunta. El destino estaba sentenciado. Casi anochecía cuando llegamos al Prado y …!El barquillero cojo! El hombre estaba tan cansado de arrastrar su vida con su pesada carga que había decidido quedarse a mitad de camino a realizar su venta.
Desde entonces, cada vez que me preguntaban dónde íbamos cedía por interés:
“Si quieres vamos al Prado, que está más cerquita.“
Y al llegar a Cibeles de vuelta siempre mirábamos cómo bajaban la bandera a toque de corneta y la plegaban con el mismo mimo que se da a la ropa de un niño chico.
Cuando los recuerdos me rodean, y vuelvo a la infancia, me siento feliz.